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A "RE-VUELTAS" CON LA SEMANA SANTA, O UN CAFÉ CON GOETHE

Por lo que me han dicho, una de mis aportaciones más elocuentes a la religiosidad popular que hay instalada en todo lo que rodea a la semana santa, ha consistido en comparar dicha religiosidad popular con un buen café.

Ya saben que el buen café hay que tomarlo conforme su nombre indica, a saber, caliente-amargo-escaso-fuerte. 

En su día sostuve que la religiosidad popular pasionera vinculada a la semana santa tiene esas características. 

Es caliente, porque explota la pasión y el fervor; es amarga, porque toca las fibras humanas más amargas y más duras (el dolor, la soledad, el desprecio, la muerte...); es fuerte, porque no te deja indiferente, va directa al corazón y no necesita grandes discursos para comprender la cristología o la mariología en la que se asienta (basta con manejar los conceptos de "paso de palio" y "paso de misterio", y a veces ni eso); es escasa, una semana al año, un mes y pico si nos extendemos hasta la cuaresma (eso sí, sin contar con el sacrificado y nunca agradecido trabajo de las exiguas juntas de gobierno, como se dice ahora).

Además, en este tipo de religiosidad, lo adjetivo es más evidente que lo sustantivo. No quiero liarme con esto y obviamente que llevo segunda intención con mis palabras. Quiero decir, por tanto, que en este de tipo de expresiones prima más lo "popular" que la "religiosidad"; o dicho con más benevolencia: lo principal de la religiosidad subyacente en tales prácticas le viene de su popularidad, de que es del pueblo, de las bases, de los fieles, de…. en fin, pongan lo que quieran. Pero está claro que viene de donde viene y no de otro sitio.

Lo "popular" tiene en ocasiones una oportunidad que no es descubierta por otras elites creyentes; así parece afirmarlo el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: "El obispo [el pastor] siempre debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana siguiendo el ideal de las primeras comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma. Para eso, a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos". 

Esto quiere decir, según yo entiendo, que en la religiosidad popular se trata de seguir el "rastro del pueblo", porque ya dispone de otros momentos y lugares la iglesia en los que el pastor va delante.

Cuando un creyente se introduce en esa manera de vivir la fe sabe a lo que va. Más aún se dirige a esa expresión de fe porque le gusta, le identifica o le interesa a su búsqueda personal. 

Cuando un sacerdote se encarga de una manifestación de ese tipo, sabe que no se trata de una "liturgia medida", un "gobierno institucionalizado" o una "praxis social coherente con el evangelio". La religiosidad popular es "popular", y lo ilustrado de la fe, lo institucional del cristianismo o lo catequético de la evangelización no es que deje de tener importancia, simplemente es secundario. 

Lo decisivo en la religiosidad popular es su "popularidad". El café es lo que es, y la pretensión cuando se toma una taza, no es ingerir un complejo vitamínico vigorizante.

Además, la religiosidad popular tiene un "no se qué", que reconcilia. Reconcilia lo pagano con lo divino, lo privado con lo público, lo civil con lo religioso. En una religiosidad popular en la que la nota distintiva sea la des-reconciliación y el atrincheramiento, algo ha fallado porque alguien no ha sabido situarse religiosamente en lo "popular" o popularmente en la "religión".

Decía Goethe (un hombre alemán que por lo visto tenía muchas luces) que "el que no sabe llevar su contabilidad por espacio de tres mil años, se queda como un ignorante en la oscuridad, y sólo vive al día"; si hay algo en lo que la iglesia no debe poner la religión al día es en la religiosidad popular. 

La religiosidad popular es inútil reconducirla; hay que vivirla, disfrutarla o soportarla. Y quienes no puedan realizar tal elección, porque les toque en el ejercicio de sus responsabilidades, deben convertirse a ella aprendiendo a situarse con mucha humildad. 

Los tres mil años de Goethe son solo dos mil para el cristianismo, pero dos mil años que exigen de los vocacionados a lo divino situarnos adecuadamente sin morir en el intento y, a ser posible, encajando nuestra más que justificada ignorancia en muchas de esas manifestaciones. 

Y no caigamos en la inútil imprudencia de querer decir la última palabra, o de dar la última lección, en lo que es sólo (siendo mucho) un recuerdo más cardiaco que cordial, en unos lugares más mágicos que sagrados.

©Fco Jesús Genestal Roche.




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